Por: Nicolás Pérez
Esta semana se está discutiendo en la Plenaria del Senado la reducción de salarios de los congresistas. Un proyecto que tiene bastante eco en la opinión pública al ser un reclamo generalizado de la ciudadanía y que serviría para enviar un mensaje de confianza en el legislativo, pero que implica un acuerdo mucho más grande de lo que se cree. Aquí les explico las razones.
La Constitución de 1991 buscó profesionalizar la labor parlamentaria, para lo cual vinculó a los congresistas como funcionarios públicos de dedicación exclusiva con un sueldo determinado. Antes, bajo la Carta de 1886, los parlamentarios ejercían sus profesiones en las regiones como abogados, médicos, ingenieros o economistas y acudían al Congreso de forma ocasional, recibiendo así honorarios por los días en que sesionaban.
La idea era fortalecer la actividad del Congreso y evitar tanta concentración de poder en el Presidente, lo cual es completamente deseable. Ahora bien, frente al salario los constituyentes quisieron evitar que año tras año los congresistas se aumentaran el sueldo en la Ley del Presupuesto, para lo cual establecieron una fórmula en la Constitución, donde básicamente la Contraloría calcula el promedio de los ingresos de los servidores públicos y la cifra final es lo que incrementa la asignación de los parlamentarios.
Aunque bien pensada, el problema con esta fórmula es que terminó generando la desproporción que vemos hoy, donde un legislador gana 27 veces más que un trabajador con salario mínimo. Por eso, el camino ideal para reducir el salario de los congresistas es modificar el artículo 187 de la Constitución que la contiene, pero esto ha sido imposible de hacer. Aunque se presentan muchos proyectos, todos terminan hundiéndose porque no se logran aprobar los 8 debates requeridos en un año.
Debido a esta dificultad, el proyecto que estudia hoy el Congreso pretende reformar la Ley 4 de 1991, la cual reglamenta el régimen salarial de los funcionarios públicos. En concreto, se propone eliminar la prima técnica que reciben los congresistas, lo que equivaldría a una reducción cercana a los $8 millones mensuales, pero que tiene varias dificultades.
Por un lado, el sueldo de los parlamentarios se utiliza como referencia para asignar los salarios de todos los demás altos cargos del Estado. Es decir, los Magistrados de las Cortes, el Contralor, el Procurador, el Fiscal y el Registrador ganan igual que un congresista. Por ende, si la asignación de los legisladores baja, inmediatamente la de los demás servidores de jerarquía también lo hará.
Esto genera una lógica resistencia al proyecto por parte de los funcionarios más poderosos del Estado, con la diferencia que solo los congresistas ponen la cara y asumen el desgaste político. Por eso, muchos legisladores piensan de la misma manera: o todos en la cama o todos en el suelo. Si nos bajan el salario a nosotros, que se lo bajen también a los otros servidores.
De hecho, aunque en el proyecto se podría plantear una excepción para que disminuya el sueldo de los parlamentarios sin afectar la asignación de los demás funcionarios, es bastante improbable, por no decir imposible, que el Congreso acceda a tal idea.
Por otro lado, hay una fuerte discusión jurídica para determinar si los congresistas, y demás funcionarios, tienen una expectativa legítima o un derecho adquirido frente a su salario. Me explico: la legislación establece que los derechos laborales son irrenunciables y que no se pueden desmejorar las condiciones de los trabajadores, por lo que no sería viable reducirles intempestivamente el salario, so pena de exponerse a que la Corte tumbe la Ley. Al fin y al cabo, cuando los candidatos se lanzan el Congreso hacen sus cálculos económicos con base en el sueldo que aspiran recibir y dependiendo de eso deciden si aspirar o no.
Por ello, una alternativa interesante que se ha planteado es postergar la entrada en vigencia de la ley hasta 2026, cuando inicie el nuevo periodo del Congreso, de tal forma que no se corran riesgos jurídicos innecesarios.
En últimas, la reducción del salario de los parlamentarios es un mensaje importante de confianza institucional y equidad en un País con 6.6 millones de personas sumidas en la pobreza, pero que para tener un impacto real en las finanzas públicas requiere que cobije a todos los altos funcionarios del Estado.