Desde el inició era evidente que el Gobierno de Pedro Castillo no tenía norte. Después de llegar al poder con un discurso de cambio que implicó, inclusive, que la Presidencia la asumiera un docente de primaria sin experiencia en el Estado, su administración no logró despegar.
La designación de un bloque de Ministros radicales rápidamente generó una tensión irreconciliable con el Congreso, a tal punto que durante sus primeros 13 meses de mandato realizó 40 cambios en su gabinete. La izquierda radical que dominó el comienzo del periodo fue perdiendo progresivamente representación en el Gobierno en un afán desesperado por lograr gobernabilidad, lo cual, en últimas, terminó generando tanto el descontento de los sectores que promovieron la candidatura de Castillo como la desconfianza de los demás actores que no veían con seriedad esa administración.
Y cabe resaltar que este no es un aspecto menor. Aunque muchas veces se piensa que la gobernabilidad se reduce a repartir puestos y contratos, lo cierto es que acarrea una complejidad mucho mayor que implica el funcionamiento mismo del Gobierno. Me explico:
La lógica que trasciende el sistema de pesos y contrapesos es que no haya una autoridad en el Estado que concentre un poder absoluto. Por eso las leyes las crea el Congreso, las Ejecuta el Gobierno y los jueces las hacen cumplir. En esta dinámica, el Presidente debe conseguir que la mayoría del legislativo apoye sus propuestas, para lo cual es necesario, por un lado, que estas tengan sustento técnico, y, por otro lado, que los partidos sean escuchados y sus observaciones tengan eco al interior del ejecutivo.
Al fin y al cabo, nadie va a asumir el costo político de defender un Gobierno del cual no es parte. Si los partidos no tienen la posibilidad de proponer e implementar las políticas que le proponen al electorado en campaña, no se puede pretender que actúen como borregos para pupitrear a ciegas la voluntad del Presidente.
Y algo así fue lo que le pasó a Castillo. Su inexperiencia lo hizo confundir la jefatura del Estado con una dictadura. Pensó que los partidos debían rendirle pleitesía y obedecer sin comentarios sus órdenes. Y más temprano que tarde se terminó estrellando con la realidad.
Desde el inicio de su mandato la relación con el Congreso fue tensa y los intentos desesperados por lograr mayorías fueron infructuosos. Su inexperiencia le impidió matizar sus propuestas y tender puentes con los partidos tradicionales, a tal punto de llevarlo a tomar la desesperada y equivocada decisión de cerrar el Parlamento.
Un acto propio de dictadores que por poco lleva al País a un caos institucional de no haber sido por la rápida reacción del legislativo, que lo destituyó y ordenó su captura ante el intento de golpe de Estado que pretendía efectuar.
Ahora bien, en toda esta novela hay un aspecto que no es menor: Perú ha tenido cinco Presidentes en cuatro años. La facilidad que tiene su diseño institucional para enjuiciar y destituir a los Jefes de Estado puede ser visto como un ejemplo de justicia, pero no deja de ser menos cierto que genera una profunda inestabilidad que tiene implicaciones económicas y políticas.
Y cabe resaltar que con esto no estoy defendiendo a Castillo, dado que su actuación fue completamente deplorable. Sin embargo, así como no es sano que un Presidente haga y deshaga a su voluntad, tampoco es conveniente ir al otro extremo y permitir que se procese a los mandatarios con tal nivel de facilidad. Repito, no por el caso Castillo, sino por lo visto en los últimos años.
En últimas, el caso Perú nos deja invaluables lecciones para la democracia. Los Presidentes deben entender que están sujetos a unos limites competenciales y que lograr gobernabilidad de forma legítima es una tarea primordial sin la cual no hay Gobierno, así como es igual de importante preservar un diseño institucional que no permita que una rama se sobreponga a otra.
La dictadura del ejecutivo puede ser igual de mala al revanchismo del legislativo. El equilibrio de poderes requiere tanto solidez institucional como madurez y responsabilidad por parte de los líderes políticos, quienes deben ser conscientes que cada mensaje, decisión u omisión repercute en la vida de millones de habitantes que, al fin de cuentas, lo único que pretenden son mejores condiciones de vida.