Por: Nicolás Pérez
La victoria de Colombia ante Nicaragua en la Corte Internacional de Justicia demuestra que cuando trabajamos unidos y hacemos a un lado nuestras diferencias, los resultados son alentadores. Debemos aprender a construir sobre lo construido y no borrar con el codo lo que otros escribieron con la mano.
La disputa sobre la soberanía de San Andrés y su territorio marítimo es de vieja data. Desde inicios del siglo XX Nicaragua pretendió hacerse al archipiélago y Colombia defendió su postura. Aunque la confrontación cesó parcialmente con la suscripción del Tratado Esguerra-Bárcenas de 1928, donde ambos países reconocieron que las islas eran nuestras, tiempo después los centroamericanos pretendieron desconocer la validez del acuerdo demandando ante la Corte Internacional de Justicia -CIJ- su supuesta titularidad sobre las islas.
Esto generó que todos los Presidentes, sin excepción, desde Andrés Pastrana hasta Gustavo Petro hayan tenido que lidiar con la ofensiva jurídica de Nicaragua en ese Tribunal. Y aunque el mayor revés se sintió en 2012, donde la CIJ reconoció que los centroamericanos tenían control sobre 75.000 km de mar, en ese momento también se reafirmó la soberanía de Colombia sobre el archipiélago.
Una especie de decisión salomónica con la cual se habría puesto fin al conflicto, de no ser por la ambiciosa y malintencionada movida de Ortega de instaurar una nueva demanda para reclamar una mayor extensión de agua que habría dejado incomunicado a San Andrés de Colombia vía marítima.
Afortunadamente, el Gobierno Santos estructuró una precisa estrategia jurídica de defensa que fue respetada por la administración Duque y que concluyó exitosamente el actual mandatario. Una muestra que sí es posible llegar a acuerdos sobre temas fundamentales y que las diferencias ideológicas no pueden convertirse en un motivo para obstaculizar los temas que le benefician a la Nación.
Sobre todo, porque la política no se puede convertir en una eterna revancha de ganadores contra perdedores. Algo que desafortunadamente siempre hemos vivido y que nos ha impedido ejecutar decisiones de Estado.
En efecto, por lo general más se demora un Presidente en posesionarse que en buscar la manera de tumbar todo lo hecho por su antecesor. Y eso es algo que no podemos seguir viviendo. Lo que sirve debe mantenerse, sin importar quién lo diseñó e implementó.
Por ejemplo, habría sido imposible avanzar con la mejora en las condiciones de seguridad del País si el Gobierno Uribe no hubiera respetado el Plan Colombia que creó el Presidente Pastrana con la administración Clinton. Sin embargo, muy pocos son los casos donde vemos continuidad, tanto a nivel nacional como local.
Nada más pensemos en lo que sucede con el Metro de Bogotá. Las eternas disputas entre este sistema y Transmilenio y la opción de diseñarlo elevado o subterráneo han hecho que hasta ahora se esté construyendo la primera línea del sistema, que por cierto enfrenta una gran incertidumbre jurídica y presupuestal por los anuncios del Gobierno, mientras que Medellín, al mismo tiempo, ya inició la construcción de la tercera línea del Metro.
En otras palabras, creo que la victoria de Colombia en La Haya nos deja una gran lección de cómo debemos aprender a trabajar unidos. Sí es posible hacer a un lado nuestras diferencias y llegar a acuerdos sobre temas esenciales.
Si no tenemos eso claro, y si seguimos pensando que solo lo nuestro funciona y lo que hacen los demás no, es muy difícil que salgamos adelante como País. El desarrollo requiere políticas de Estado para materializarse y una visión clara de Nación que debe estar por encima de las disputas electorales. Hasta que eso no suceda, casi que quedaremos condenados a vivir eternamente en el subdesarrollo.