Nicolás Pérez Vasquez
Senador de la Republica (2018-2022).
CEO de fondos de inversión.
Emprendedor de ideas. Voz de convicciones.
El atentado contra Miguel Uribe Turbay no solo es un ataque contra una persona: es un intento de manipular la verdad ante los ojos del país. Desde el primer momento, sectores del gobierno han intentado instalar una narrativa falsa: que se trató de un acto desesperado de jóvenes víctimas de la exclusión social. No un crimen político, sino una reacción marginal de los olvidados.
Nos quieren hacer creer que el atentado fue cometido por símbolos del «pueblo»: un menor con una historia difícil, un conductor informal, un jíbaro del barrio. Pretenden mostrarlos como víctimas más que como agresores, como si este crimen fuera una expresión comprensible del malestar social. Esa narrativa es peligrosa. No solo es falsa: es profundamente irresponsable.
Miguel Uribe no fue odiado por los sectores populares. No fue un provocador, ni un agitador. Ha sido un político que, con seriedad, ha recorrido el país hablando con firmeza, con argumentos y con respeto. Lo atacaron no por lo que representa para los marginados, sino por lo que representa para el poder: una figura en crecimiento, con carácter, capaz de articular una alternativa institucional.
El gobierno tiene los medios, la inteligencia, los recursos. Y sin embargo, no ha avanzado en nada concreto para identificar a los autores intelectuales del atentado. La Fiscalía guarda silencio. No hay claridad, no hay resultados. Lo único que sí hay es una narrativa cuidadosamente construida para desviar la atención. Nos están escondiendo la verdad.
Se insiste en hablar del origen humilde de los atacantes, de sus historias personales. Pero poco o nada se dice de quién los usó, quién los financió, quién los envió. La mirada se posa sobre el instrumento, no sobre la mano que empuñó el arma. Y esa decisión narrativa no es inocente: es política.
La violencia política disfrazada de problema social es una forma de encubrimiento. Una forma de diluir responsabilidades y anestesiar a la opinión pública. Una forma de justificar lo injustificable.
Este no fue un episodio espontáneo. No fue una rabieta social. Fue un mensaje. Un acto cuidadosamente planeado para intimidar. Para silenciar. Para enviar la advertencia de que quien se atreva a pensar distinto, corre riesgos. Y el gobierno, en lugar de buscar con firmeza la verdad, parece más interesado en moldear la historia a su conveniencia.
No se puede gobernar desde el odio. No se puede liderar sembrando división. Hay palabras que matan. Hay discursos que, sin disparar un solo tiro, allanan el camino para la violencia. Estigmatizar al contradictor, señalarlo como enemigo del pueblo, presentarlo como obstáculo para el «cambio», termina justificando que se le aparte del camino, incluso a la fuerza.
Colombia no puede repetir los errores del pasado. La democracia no puede tolerar la ambigüedad frente a la violencia. El silencio institucional, la falta de transparencia, el discurso manipulador, son formas de complicidad. Y la sociedad no puede aceptarlas como parte del juego político.
Nos solidarizamos con Miguel Uribe y su familia. Más allá del gesto, reafirmamos una convicción: la campaña no se detiene. La democracia no se rinde. Y los colombianos no nos dejamos engañar.
Este no es el momento de callar. Es el momento de exigir claridad, justicia y responsabilidad. De exigirle al gobierno que actúe con verdad. Que no use su poder para protegerse a sí mismo.
Que no convierta la mentira en estrategia. Que lo entiendan bien los violentos y quienes los justifican: no nos van a callar.