Por: Nicolás Pérez
Nacionalizar las concesiones viales sería el peor error que se pudiera cometer en Colombia. Petro abrió la posibilidad frente a la vía Bogotá-Villavicencio, pero muy probablemente el discurso se extenderá a todo el País. Los notables avances de las últimas tres décadas quedarían en el aire y volveríamos a un modelo que generó un retraso con consecuencias que todavía estamos pagando.
Una de las circunstancias que más ha dificultado el desarrollo del País a lo largo de la historia ha sido su geografía. Paradójicamente, el paisaje inigualable que generan las montañas se traduce en un dolor de cabeza para transportar bienes de manera rápida y barata. Conectar las ciudades ha sido todo un reto que requiere una altísima inversión en ingeniería para atravesar las tres cordilleras que tiene Colombia.
Hasta 1991 esa labor estuvo exclusivamente a cargo del Estado, lo que implicaba que las carreteras debían financiarse con el Presupuesto General de la Nación y algunos aportes que hacían los Departamentos y Municipios. Lógicamente, esto generó un atraso impresionante de casi un siglo que nos hizo perder competitividad frente a otros actores de la región. Los recursos de la Nación siempre eran y serán limitados y los gobernantes tenían la difícil labor de elegir entre construir vías o hacer inversiones en salud, seguridad, políticas sociales, etc., sumado a la corrupción estatal en la ejecución de las obras.
Las escasas vías nacionales que había por lo general estaban en mal estado, congestionadas y eran demasiado lentas, lo que encarecía los pocos productos importados y hacía que las exportaciones no pudieran competir en el exterior con los precios ofrecidos por productos de otros lugares. Más aún, cuando los dos centros económicos del País, Bogotá y Medellín, se encuentran en la cima de dos cordilleras, a diferencia de la mayoría de Naciones que localizaron sus principales ejes de comercio al frente del mar, lo que facilita el intercambio marítimo de bienes.
Sin embargo, este difícil panorama empezó a cambiar con la Ley 1 de 1991, la cual permitió que se desarrollaran carreteras con capital privado. Desde entonces, en cinco generaciones de proyectos se han construido más de 10.000 km, 1.111 puentes y viaductos y 80 túneles, incluidas obras maestras de la ingeniería como el túnel de la línea o el túnel de oriente.
Como consecuencia, hoy tenemos una infraestructura vial diametralmente distinta a la de hace 30 años. La carga se transporta más rápido y a menor costo. Los conductores no asumen los mismos riesgos de caer por abismos como en el siglo pasado y poco a poco vamos superando la pérdida de competitividad que tuvimos durante más de 80 años.
Ahora bien, esto no quiere decir que no se presenten problemas con las carreteras concesionadas. A veces hay abusos con el precio y la distancia de los peajes y no se ha podido encontrar una solución efectiva que contenga los constantes derrumbes en la vía al llano.
No obstante, por estos temas puntuales no se puede sabotear ni detener un modelo que ha demostrado ser efectivo. Nacionalizar las concesiones implicaría, por un lado, una descarada expropiación que sentaría un grave precedente a partir del cual nadie volvería a invertir en la infraestructura vial del País. Por otro lado, dejaría en cabeza del Gobierno la planeación y ejecución de las grandes obras y está más que demostrado que la gestión estatal en la mayoría de casos es burocratizada, ineficiente y corrupta.
Ese es un camino que no puede recorrer esta administración, pero que pareciera ser el nuevo objetivo del Presidente. No solo por el anuncio de la vía al llano, sino porque, de un momento a otro, el Ministro de Transporte anunció que no se girarán más recursos para concluir las autopistas 4G en Antioquia, con lo cual los proyectos pueden quedar en el aire, inconclusos, y la Nación terminaría asumiendo su ejecución. Algo que bajo ninguna circunstancia se puede aceptar.