Por: Nicolás Pérez
Uno de los principales desafíos de los países en vía de desarrollo es lograr atraer grandes flujos de inversión. Por lo general, estas naciones tienen problemáticas estructurales en materia de orden público, debilidad institucional, inseguridad jurídica o inestabilidad tributaria que incrementan considerablemente el riesgo para los inversionistas.
Al fin y al cabo, no es lo mismo llevar el capital a lugares como Estados Unidos o Reino Unido, donde las condiciones de mercado no se ven afectadas por los cambios de gobierno, que invertirlo en países que modifican las reglas de juego constantemente.
Y ese, de hecho, es uno de los problemas más críticos que tiene Colombia. En promedio, acá cada dos años se expide una nueva reforma tributaria. La constante demanda social y política para incrementar el gasto público y la obligación de disminuir el déficit fiscal y el endeudamiento hace que constantemente los gobiernos busquen nuevas fuentes de financiamiento que por lo general provienen de gravar al sector productivo.
Como consecuencia, lo que siempre termina ocurriendo es que los inversionistas traen sus recursos a Colombia bajo unas condiciones tributarias que al poco tiempo son modificadas, lo cual no solamente mina la credibilidad del País ante los mercados, sino que afecta las proyecciones financieras con que los empresarios construyen los proyectos.
En este contexto, una de las herramientas más efectivas que creó el Gobierno Uribe para atraer recursos al País fueron los contratos de estabilidad jurídica para las mega inversiones. Una figura donde el Estado se obliga a respetar las condiciones tributarias que les ofreció a los inversionistas que trajeran grandes flujos de capital.
Es, en otras palabras, un blindaje para que las inversiones de mayor valor en Colombia no se afectaran por eventuales subidas de impuestos a futuro que hicieran inviables los negocios y propiciaran que los inversionistas tomaran su dinero y se lo llevaran a otras regiones.
Sin embargo, a pesar de su relevancia, el Gobierno Santos eliminó esta figura, razón por la cual entre la Administración Duque y el Congreso anterior decidimos revivirla en la Ley de Crecimiento Económico de 2019.
Puntualmente, en ese proyecto establecimos que las inversiones que superaran los $1.1 billones y generaran, como mínimo, 400 nuevos empleos directos se cobijarían por un régimen tributario especial donde, por un término de 20 años, pagarían una tarifa de renta del 27% y, para el caso de los hoteles, del 9%.
Algo realmente atractivo si se tiene en cuenta que la tarifa de renta corporativa actualmente se encuentra en el 35%. Adicionalmente, estas inversiones no estarían sujetas al impuesto al patrimonio y se protegerían a través de los referidos contratos de estabilidad tributaria.
Es tan importante y efectivo este régimen especial que, por ejemplo, en el primer semestre de este año la inversión extranjera directa llegó a US$9.846 millones. Una cifra record que duplica lo registrado en 2020 y 2021 y supera cualquier registro de los últimos 10 años.
Por eso, sorprende y preocupa que en la reforma tributaria el Gobierno plantee eliminar el tratamiento diferencial a las mega inversiones y los contratos de estabilidad jurídica. Sin estos incentivos y con el incremento exponencial que plantea el proyecto en la tarifa del impuesto a los dividendos y la ganancia ocasional será cuestión de horas para que los inversionistas tomen sus recursos y busquen llevarlos a otros países que les ofrezcan mejores condiciones.
Una dramática realidad que disminuirá los recursos que circulan en Colombia y dificultará considerablemente la creación de nuevos empleos provenientes de mega proyectos empresariales o de infraestructura.
Algo que parece ir en línea con la política del Gobierno de promover el decrecimiento económico para disminuir la demanda de recursos naturales. Al fin y al cabo, menos inversión se traduce en menos empleos y menor productividad.
Menos trabajo y más vivir sabroso.