Por: Nicolás Pérez
La constante necesidad del Presidente de movilizar a su electorado a la calle y la exigencia a todo el gabinete a apoyar de manera irrestricta estas marchas denota el desespero que por estas horas se vive en la Casa de Nariño. Las grandes reformas no avanzan en el Congreso y erróneamente cree el Gobierno que presionando a las instituciones el panorama va a cambiar.
En especial, porque el escenario donde se dan los debates y se toman las decisiones no es en la Plaza de Bolívar ni en las redes sociales, sino en el Capitolio. Algo que muy bien reiteraba constantemente Roy Barreras cuando fungía como Presidentedel Congreso, pero que parece no haber tenido eco al interior del Pacto Histórico.
Sin reelección y con las elecciones territoriales a la vuelta de la esquina, la izquierda está afanosa de hacer los cambios estructurales que tanto dijo en campaña. El Gobierno sabe que corre contra el tiempo y que la promesa de cambio se la puede llevar el viento si no se traduce en resultados concretos.
Sin embargo, se equivoca esta administración en pensar que el camino para lograrlo es la presión, las amenazas y la intimidación en lugar de la construcción de consensos. La gobernabilidad es un arte que parte de la base de tener disposición real de tener en cuenta las posturas tanto de los potenciales aliados como de la oposición. Algo que parece desconocer el Presidente, ya sea por arrogancia o por inexperiencia.
De hecho, no se entiende que el Gobierno se sorprenda al ver el plan tortuga que le están haciendo los partidos en el Congreso. No tiene en cuenta sus observaciones y mucho menos los vincula a la toma de decisiones. El Presidente opera bajo una lógica de blanco o negro donde todos se deben arrodillar ante él y nadie tiene derecho a discernir. Y claramente las cosas no funcionan así en el Capitolio.
El Congreso es un terreno pantanoso en el cual hay que saberse mover para triunfar. Y a pesar que Petro duró más de dos décadas allí, parece que no aprendió nada. Los partidos no funcionan a las patadas y los congresistas no van a operar con base en el maltrato. Los aportes de las bancadas son valiosos y hasta que no los tengan en cuenta, poco o nada va a aprobarse allí.
Y más se equivoca el Gobierno en pretender amedrentar al legislativo con las manifestaciones populares. Las marchas de esta semana no son las primeras ni serán las últimas que ocurran en un Gobierno. Estas hacen parte de una dinámica normal de la democracia, pero que no se pueden traducir en una amenaza constante de paros, bloqueos o acciones semejantes.
De hecho, Petro está convencido, desde que fungió como Alcalde, que el respaldo popular actúa como una especie de blindaje que lo protege de las decisiones judiciales y políticas en su contra. Por ejemplo, recordemos como acudió a las marchas para contrarrestar la destitución que en su momento le hiciera la Procuraduría de Alejandro Ordoñez.
Igualmente, cada vez que una Corte falla en contra de alguno de sus aliados o cuando el Congreso no pupitrea sus iniciativas, el primer mandatario corre a llamar a su electorado a las calles, como si con ello se cambiara el sentido de las decisiones.
Lo cierto, y esto es algo que todos los sectores deben interiorizar, es que la institucionalidad no se puede reemplazar por una puja constante en las calles. Ese es el primer paso para recorrer un peligroso camino que puede derivar en escenarios de violencia que ya hemos sufrido en el pasado en este País.
Las manifestaciones son un termómetro legítimo del malestar o la aceptación política, sí, pero deben quedarse ahí. En expresiones democráticas que no sustituyan las instituciones. Más que preocuparse por exigirles a los funcionarios y contratistas que salgan a marchar, el Gobierno debería acoger las preocupaciones de los gremios y los partidos para morigerar el tono de sus reformas y sacar proyectos consensuados que construyan sobre lo construido y no tiren a la basura décadas de esfuerzo.